domingo, 12 de abril de 2015

La Generación de lo 30 (Obras destacadas)

JOSÉ DE LA CUADRA 

Los Sangurimas

    En la provincia del Guayas, en el cantón Daule, vivía Don
Nicasio Sangurima, un viejo, de pensamiento mítico, 
supersticioso como todo su pueblo, incestuoso, ambicioso, 
mujeriego, sinvergüenza y corrupto. Vivía en una casa en la 
hacienda la Hondura junto con sus 3 hijos: Ventura, Terencio
 y Ufrasio. Pero esta no era una familia común y corriente,
 pues ellos eran montubios. Los montubios se caracterizan por
 estar fuertemente ligados a la tierra y a sus costumbres. Se 
comparan con el matapalo, que es un árbol originario de la 
costa, que tiene grandes raíces que se clavan en la tierra; es
 decir, es muy difícil de  sacar de donde nació. Así eran los 
Sangurimas, personas fuertes, necias y muy pegadas a sus
 costumbres y lugar de nacimiento.
 Se podría decir, con este libro, que la actitud de las personas
 depende de su situación social y contexto. Aquí, no había 
lugar para debiluchos ni llorones, pues estamos hablando de 
un contexto social totalmente machista. Este era un pueblo de
 machos, es decir, hombres que tenias muchas mujeres, que 
no le tenían miedo a nada, que no les importaba las otras 
personas, etc. Esto es, porque simplemente fueron criados así. Como antes mencioné, estamos 
hablando de una sociedad muy machista, pero cuando digo esto, no solo me refiero a los hombres; 
las mujeres también se consideran machistas al aceptar las “tradiciones” sin refutarlas ni ponerse
 en contra de ellas. En esta sociedad, los hombres tenían hijos por montones y se hacían llamar 
“bragueta brava”, aparte de eso, se da mucho el incesto como algo común y corriente. Ña Nicasio, 
así como otros hombres del pueblo, tenían hijos con sus primas y hasta con sus hermanas. Nadie 
reprochaba esta conducta por lo que pensaban que era totalmente normal.
El conflicto principal de la historia se da cuando los tres nietos de Nicasio, que se hacían llamar 
“los tres Rugeles”, comienzan a pretenderá las tres hijas de Ventura, que eran mujeres muy bellas 
y coquetas. Tras este hecho, se desata una controversia, pues todos estos chicos eran primos. Este es
 un ejemplo claro de todo lo antes mencionado.
Los Rugeles llegan a convertirse en los antagonistas de la historia. Pero no son los antagonistas
 de Nicasio, que es el protagonista, sino se podrían definir como los antagonistas de la sociedad por
 sus acciones, cuando Ventura no les permite casarse con sus hijas; y ellos, con un furia y sed de 
venganza deciden engañar a una de las chicas con falsas promesas, la violan y la matan. Con este 
acto, Don Nicasio queda devastado, y al ver que estos tres jóvenes son encarcelados, se vuelve loco, porque eran sus protegidos, sin ver la realidad de las cosas: que eran unos criminales y que debían pagar.
             En esta historia tenemos a un narrador omnisciente multiselectivo, es decir, el que narra
 hechos, pensamientos y sentimientos de los personajes pero no está en la historia y no muestra 
su propia línea de acción. En la historia también se muestran muchos diálogos y palabras de misma
 boca del protagonista, por ejemplo cuando menciona: “yo soy hijo de gringo” o “el que cuente los
 granos de la mazorca sabrá el número de hijos que he de tener”. Gracias a que hay estos diálogos 
entre los personaje de esta novela se puede ver que el nivel de lenguaje es vulgar, mostrándose 
poca cultura. Este nivel se caracteriza por el uso de pocas palabras, oraciones cortas y sin terminar y 
el uso de vulgarismos.Para concluir, en esta novela se pueden ver muchos temas como son el abuso de poder, el 
machismo, y sobre todo la ignorancia de un pueblo montubio, que por estar aislado geográficamente, 
vive como en su propio mundo, con tradiciones y reglas que si bien se siguen viendo hasta el día de 
hoy, se podría decir que no son tan marcadas como se nos muestra en esta novela.


DEMETRIO AGUILERA MALTA

El cholo que se vengó

-Tei amao como naide ¿sabes vos? Por ti mci hecho marinero y hei viajao por otras tierras... Por ti
 hei estao a punto a ser criminal y hasta hei abandonao a mi pobre vieja: por ti que me habís 
cngañao y te habís burlao e mi... Pero mei vengao: todo lo que te pasó ya lo sabía yo dende antes. 
¡Por eso te dejé ir con ese borracho que hoi te alimenta con golpes a vos y a tus hijos! La playa se 
cubría de espuma. Allí el mar azotaba con furor, y las olas enormes caían, como peces 
multicolores sobre las piedras. Andrea lo escuchaba en silencio. -Si hubiera sío otro... ¡Ah!... 
Lo hubiera desafiao ar machete a Andrés y lo hubiera matao... Pero no. Er no tenía la curpa. La única
 curpable eras vos que me habías engañao. Y tú eras la única que debía sufrir así como hei 
sufrió yo... Una ola como raya inmensa y transparente cayó a sus pies interrumpiéndole. El mar 
lanzaba gritos ensordesedores. Para oír a Melquíades ella había tenido que acercársele mucho. Por 
otra parte el frío... -¿Te acordás de cómo pasó? Yo, lo mesmo que si juera ayer. Tábamos chicos; 
nos habíamos criao juntitos. Tenía que ser lo que jué. ¿Te acordás? Nos palabriamos, nos íbamos a 
casar... De repente me llaman pa trabaja en la barsa e don Guayamabe. Y yo, que quería plata, mejuí.
 Tú hasta lloraste creo. Pasó un mes. Yo andaba po er Guayas, con una madera, contento e regresar 
pronto... Y entonces me lo dijo er Badulaque: vos te habías largao con Andrés. No se sabía nada 
e ti. ¿Te acordás? El frío era más fuerte. La tarde más oscura. El mar empezaba a calmarse. Las olas
 llegaban a desmayar suavemente en la orilla. A lo lejos asomaba una vela de balandra. -Sentí pena y 
coraje. Hubiera querido matarlo a ér. Pero después vi que lo mejor era vengarme: yo conocía a 
Andrés. Sabía que con ér sólo te esperaban er palo y la miseria. Así que er sería mejor quien me 
vengaría... ¿Después? Hei trabajao mucho, muchísimo. Nuei querido saber más de vos. Hei visitao 
muchas ciudades; hei conocido muchas mujeres. Sólo hace un mes me ije: ¡anda a ver tu obra! 
El sol se ocultaba tras los manglares verdinegros. Sus rayos fantásticos danzaban sobre el cuerpo de 
la chola dándole colores raros. Las piedras parecían coger vida. El mar se dijera una llanura de 
flores polícromas. -Tei hallao cambiada ¿sabes vos? Estás fea; estás flaca, andas sucia. Ya no vales
 pa nada. Solo tienes que sufrir viendo como te hubiera ido conmigo y como estás ahora ¿sabes 
vos? Y andavete que ya tu marido ha destar esperando la merienda, andavete que sino tendrás hoi 
una paliza... La vela de la balandra crecía. Unos alcatraces cruzaban lentamente por el cielo. El mar 
estaba tranquilo y callado y una sonrisa extraña plegaba los labios del cholo que se vengó. 


ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO 


Baldomera
Baldomera es una joven corpulenta y gorda que tiene un negocio de comida en guayaquil; convive 
con Lamparita un profugo de la justicia. Tiene dos hijos Inocente de quien no sabe cual es su padre y 
de Polibio el hijo entre ella y Lamparita.
Su vida transcurre en su puesto de comidas y la fuertes pelas con su marido, como la que le 
sucedio cuando encuentra a su marido con Candelaria una prostituta de Guayaquil y ex novia de 
Lamparita.
Se recalca la fuerza de Baldomera asi como su valiente participacion en el levantamiento popular del 
15 de noviembre de 1922, tambien cuando apoyo a la huelga obrera del aserradero de San Luis en
Guayaquil
En otra parte del relato Polibio parte con su mujer Celia Maria a Catarama para buscar trabajo, se 
da cuenta de que su mujer simpatiza con don Honorio Paredes dueño del aserradero; y le propina 
cuchilladas a su mujer, llevado por los celos.
Baldomera para proteger a su hijo asume el delito y termina el relato, con la miseria y degradacion 
de la vida de Baldomera en la penitenciaria, pena que pasa por 2 años.



JOAQUÍN GALLEGOS LARA

El Guaraguao 

Era una especie de hombre. Huraño, solo: con una escopeta de cargar por la boca un guaraguao.

Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de
 un pavo chico.

Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre
 de las bestias muertas para dirigir el enjambre.

Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de te escopeta de nuestra especie de
 hombre.

Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras
como un gerifalte.

Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a vender las plumas conseguidas.
Allá le decían "Chancho-rengo".

—Ej er diablo er muy pícaro pero siace er Chancho-rengo...

Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de pulperías.

Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.

Chancho—rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su vida.
Vestía andrajos. Vagaba en el monte.

Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.

Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:

—Lo recogí de puro fregao... Luei criao donde chiquito, er nombre ej Arfonso.

—¿Por qué Arfonso?

—Porque así me nació ponesle.

Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.

Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos doscientos.

Los Sánchez eran dos hermanos. Medio peones de Un rico, medio sus esbirros y "guardaespaldas".

Y cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo se iba a su monte, lo acecharon.

Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao, caminaba.

No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por
un lado la escopeta y con ella el guaraguao.

Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron el fajo de billetes que creían
copioso.

De pronto. Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:

— ¡Ayayay! ¡Ñaño, me ha picao una lechuza! Pedro, el otro, sintió el aleteo casi en la cara. Algo
alado estaba allí. En la sombra. Algo que defendía al muerto.

Tuvieron miedo. Huyeron.

Toda la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarasca. No estaba muerto: se moría.

Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneado ciegamente le dejó un mechoncillo de
hilachas de vida.

El frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió casi no podía la mano. Tocó algo
áspero y entreabrió los ojos.

El alba floreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima un techo.

Le parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas azules y negras.

Lo que tenía en el pecho era el guaraguao.

—Aja eres vos, ¿Arfonso? No... No... me comas... un... hijo... no... muesde... ar...padre... loj...otros...

El día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de chocotas muy bajo: muchísimas.
Otro de chiques, más alto.

Una banda de micos de rama en rama cruzó chillando.

Un gallinazo pasó arribísima.

Debía haber visto.

Empezó a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y comenzó la ronda negra.

Vinieron más. Como moscas. Cerraron los círculos. Cayeron en loopings.

Iniciaron la bajada de la hoja seca. Estaban alegres y lo tenían seguro.

¿Se retardarían cazando nubes?

Uno se posó tímido en la hierba, a poca distancia.

El hombre es temible aún después de muerto.

Grave como un obispo, tendió su cabeza morada. Y vio al guaraguao.

Lo tomaría por un avanzado. Se halló más seguro y adelantóse. Vinieron más y se aproximaron
 aleteando. Bullicio de los preparativos del banquete.

Y pasó algo extraño.

El guaraguao como gallo en su gallinero atacó, espoleó, atropello. Resentidos se separaron,
volando a medias, todos los gallinazos. A cierta distancia parecieron conferenciar: ¡qué egoísta!
¡Lo quería para él sólo!

Encendía la mañana. Todos los intentos fueron rechazados. Un chorro verde de loros pasó metiendo
 bulla. Los gallinazos volaron cobardemente más lejos.

Al medio día la sangre del cadáver estaba cubierta de moscas y apestaba.

Las heridas, la boca, los ojos, amoratados.

El olor incitaba el apetito de los viudos. Vino otro guaraguao. Alfonso, el de Chancho—rengo,
lo esperó, cuadrándose. Sin ring. Sin cancha. No eran ni boxeadores ni gallos. Encarnizadamente pelearon.

Alfonso perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espolazo en el cráneo. Y prosiguió
espantando a sus congéneres.

Volvió la noche a sentarse sobre la sabana.

Fue así como...Ocho días más tarde encontraron el cadáver de Chancho—rengo. Podrido y con un
 guaraguao terriblemente flaco —hueso y pluma— muerto a su lado.

Estaba comido de gusanos y dé hormigas no tenía la huella de un solo picotazo.


ENRIQUE GIL GILBERT

El malo

Duérmase niñito,
duérmase por Dios;
duérmase niñito
que allí viene el cuco,
¡ahahá! ¡ahahá!

Y Leopoldo elevaba su destemplada voz meciéndose a todo vuelo en la hamaca, tratando de 

arrullar a su hermanito menor.
—¡Er moro!
Así lo llamaban porque hasta muy crecido había estado sin recibir las aguas bautismales.
—¡Er moro! ¡Jesú, qué malo ha de ser!
—¿Y nuá venío tuabía la mala pájara a gritajle?
—Iz que cuando uno es moro la mala pájara pare...
—No: le saca los ojitos ar moro.

San José y la virgen
fueron a Belén
a adorar al niño
y a Jesús también.
María lavaba,
San José tendía
los ricos pañales
que el niño tenía,
¡ahahá! ¡ahahá!

Y seguía meciendo. El cuerpo medio torcido, más elevada una pierna que otra, sólo la más 

prolongada servía de palanca mecedora. En los labios un pedazo de res: el “rompe camisa”.
Más sucio y andrajoso que un mendigo, hacía exclamar a su madre:
—¡Si ya nuai vida con este demonio! ¡Vea: si nuace un ratito que lo hei bestío y ya anda como de un

 mes!
Pero él era impasible. Travieso y malcriado por instinto. Vivo; tal vez demasiado vivo.
Sus pillerías eran porque sí. Porque se le antojaba hacerlo.
Ahora su papá y su mamá se habían ido al desmonte. Tenía que cocinar. Cuidar a su hermanito. 

Hacerlo dormir, y cuando ya esté dormido, ir llevando la comida a sus taitas. Y lo más probable era 
que recibiera su cueriza.
Sabía sin duda lo que le esperaba. Pero aunque ya el sol “estaba bastante paradito”, no se preocupaba 

de poner las ollas en el fogón. Tenía su cueriza segura. Pero ¡bah!
¿Qué era jugar un ratito?... Si le pagaban le dolería un ratito y... ¡nada más! Con sobarse contra el 

suelo, sobre la yerba de la virgen...
Y viendo que el pequeño no se dormía se agachó; se agachó hasta casi tocarle la nariz contra la de él.
El bebé, espantado, saltó, agitó las manecitas. Hizo un gesto que lo afeaba y quiso llorar.
—¡Duérmete! —ordenó.
Pero el muy sinvergüenza en lugar de dormirse se puso a llorar.
—Vea ñañito: ¡duérmase que tengo que cocinar!
Y empleaba todas las razones más convincentes que hallaba al alcance de su mentalidad infantil.
El bebé no hacía caso.
Recurrió entonces a los métodos violentos.
—¿No quieres dormirte? ¡Ahora verás! Cogiólo por los hombritos y lo sacudió.
—¡Si no te duermes verás!
Y más y más lo sacudía. Pero el bebé gritaba y gritaba sin dormirse.
—¡Agú! ¡Agú! ¡Agú!
—Parece pito, de esos pitos que hacen con cacho e toro y ombligo de argarrobo.
Y le parecía bonita la destemplada y nada simpática musiquita.
¡Vaya! Qué gracioso resultaba el muchachito, así, moradito, contrayendo los bracitos y las piernitas

 para llorar.
—¡Ji, ji, ji! ¡Cómo si ase! ¡Ji, ji, ji!
Si él hubiera tenido senos como su mamá, ya no lloraría el chico, pero... ¿Por qué no tendría él?...
...Y él sería cuando grande como su papá...
Iría...
—¡Agú! ¡Agú! ¡Agú!
¡Carambas, si todavía lloraba su ñaño!
Lo bajó de la hamaca.
—¡Leopordo!
—Mande.
—¿Nuás visto mi gallina fina?
—¡Yo no hei visto nada!
Y la Chepa se alejaba murmurando:
—¡Si es malo-malo-malo-como er mesmo malo!
¡Vieja majadera! Venir a buscar gallinas cuando él tenía que hacer dormir a su ñaño y cocinar... Y ya 

el sol “estaba más paradito que endenantes”.
¡Qué gritón el muchacho! Ya no le gustaba la musiquita.
Y se puso a saltar alrededor de la criatura. Saltaba. Saltaba. Saltaba.
Y los ocho años que llevaba de vida se alegraron como nunca se habían alegrado.
Si había conseguido hacerlo callar, lo que pocas veces conseguía...
Y más todavía, se reía con él... ¡ Con él que nadie se reía!
Por eso tal vez era malo.
¿Malo? ¿Y qué sería eso? A los que les grita la lechuza antes de que los lleven a la pila, son malos... 

¡Y a él dizque le había gritado!
Pero nadie se reía con él.
—No te ajuntes con er Leopordo —había oído que le decían a los otros chicos—. ¡No te ajuntes con 

ese ques malo!
Y ahora le había sonreído su hermanito. ¡Y dizque los chiquitos son angelitos!
—¡Guio! ¡Güio!
Y saltaba y más saltaba a su alrededor. De repente se paró.
—¡Ay!
Lloró. Agitó las manos. Lo mismo había hecho el chiquito.
—¿Y de onde cayó er machete?
Tornaba los ojos de uno a otro lado.
—¿Pero de onde caería? ¿No sería er diablo?
Y se asustó. El diablo debía estar en el cuarto.
—¡Uy!
Sus ojos se abrieron mucho... mucho... mucho...
Tanto que de tan abiertos se le cerraron. ¡Le entró tanto frío en los ojos! Y por los ojos le pasó al 

alma.
El chiquito en el suelo... y él viendo: sobre los pañalitos... una mancha como de fresco de pitahaya... 

no... si era... como de tinta de mangle... y salía y salía... ¡qué colorada!
Pero ya no lloraba.
—¡Ñañito!
No, ya no lloraba. ¿Qué le había pasado? ¿Pero de dónde cayó el machete? ¡El diablo!
Y asustado salió. Se detuvo apenas dejó el último escalón de la escalera. ¿Y si su mamá le pegaba?

 ¡Como siempre le pegaban...!
Volvió a subir... Otra vez estaba llorando el chiquito... ¡Sí! Sí estaba llorando... ¡Pero cómo lloraba! 

¡Si casi no se le oía!
—¡Oi! ¡Cómo se ha manchao! ¡Y qué colorao! ¡Qué colorao questá! ¡Si toíto se ha embarrao!
Fue a deshacerle el bulluco de pañales. Con las puntas del índice y del pulgar los cogía: ¡tanto miedo

 le 
daban!
Eso que le salía era como la sangre que le salía a él cuando se cortaba los dedos mientras hacía 

canoítas 
de palo de balsa.
Eso que le salía era sangre.
—¿Cómo caería er machete?
Allí estaba el diablo...
El diablo. El diablo. El diablo.
Y bajó. No bajó. Se encontró sin saber cómo, abajo. Corrió en dirección “al trabajo” de su papá.
—¡Yo no hei sío! Yo no hei sío.
Y corría.
Lo vio pasar todo el mundo.
Los hijos de la Chepa. Los de la Meche. Los de la Victoria. Los de la Carmen. Y todos se apartaban.
—¡Er malo!
Y se quitaban.
—¿Lo ves cómo llora y cómo habla? ¡Se ha gorbido loco! ¡No se ajunten con él que la lechuza le ha 

gritao!
Pero él no los veía.
El diablo... su hermanito... ¿cómo fue? El diablo... El malo... El... ¡El que le decían el malo!
—¡Yo no jui! ¡Yo no jui! ¡Si yo no sé!
Llegó. Los vio de lejos. Si les decía le pegaban... No: él les decía...
Y avanzó:
—¡Mama! ¡Taita!
—¿Qué quieres vos aquí? ¿No te dejé cuidando ar chico?
Y lloró asustado. Y vio:

El diablo.
Su hermanito.
El machete.

—Si yo no jui... ¡Sólito no más se cayó! ¡Er diablo!
—¿Qué ha pasado?
—En la barriguita... ¡pero yo no jui! ¡Si cayó sólito! ¡Naiden lo atacó! ¡Yo no jui!
Ellos adivinaron.
¡Y corrieron! Él asustado. Ella llorosa y atrás. ¡Leopoldo con un espanto más grande que la alegría de 

cuando su hermanito le sonrió!
Para todos pasó como algo inusitado ver corriendo como locos a toda la familia.
Algunos se reían. Otros se asustaban. Otros quedaban indiferentes.
Los muchachos se acercaban y preguntaban:
—¿Qué ha pasao?
Hablaban por primera vez en su vida al malo.
—¡Yo nuei sío! ¡Jue er diablo!
Y se apartaban de él.
¡Lo que decía!
Y subieron todos y todos vieron y ninguno creyó en lo que veía. Sólo él —el malo— asustado, tan 

asustado que no hablaba —cosa rara en él— desgreñado, sucio, hediondo a sudor, miraba y estaba 
convencido de que era cierto lo que veían.
Y sus ojos interrogaban a todos los rincones. Creía ver al diablo.
La madre lloró.
Al quitarle los pañales vio con los ojos enturbiados por el llanto lo que no hubiera querido ver...
Pero ¿quién había sido?
Juan, el padre, explicó: como de costumbre él había dejado el machete entre las cañas... él, nadie más

 que
 él, tenía la culpa.
No. Ellos no lo creían. Había sido el malo. Ellos lo acusaban.
Leopoldo llorando imploraba:
—¡Si yo no jui! Jue er diablo.
—¡Er diablo eres vos!
—¡Yo soy Leopordo!
—Tu taita ej er diablo, no don Juan.
—Mentira —gritó la madre ofendida.
Y la vieja Victoria, bruja y curandera, arguyó con su voz cascada:
—¡Nuasido otro quer Leopordo, porque ér ej er malo! ¡Y naiden más quer tiene que haber sido!
Leopoldo como última protesta:
—¡Yo soy hijo e mi taita!
Todos hacían cruces.
Había sido el malo. Tenía que ser. Ya había comenzado. Después mataría más.
—¡Hay que decirle ar Político er pueblo!
Se alejaban del malo. Entonces él sintió repulsión de ellos. Fue la primera vez que odió.
Y cuando todos los curiosos se fueron y quedaron solos los cuatro, María, la madre, lloró. Mientras 

Juan se restregaba una mano con otra y las lágrimas rodaban por sus mejillas.
María vio al muerto... ¡Malo, Leopoldo, malo! ¡Mató a su hermanito, malo! Pero ahora vendría el 

Político y se lo llevaría preso... Pobrecito. ¿Cómo lo tratarían? Mal porque era malo. Y con lo brutos 
que eran los de la rural. ¡Pero había matado a su hermanito! Malo, Leopoldo, malo... Lo miró. Los ojos
 llorosos de Leopoldo se encontraron suplicantes con los de ella.
—¡Yo no hei sío, mama!
La vieja Victoria subió refunfuñando:
—¡Si es ques malo de nación: es ér, er malo, naiden más que ér!
María abrazó a su hijo muerto... ¿Y el otro? ¿El Leopoldo ?... ¡No, no podía ser!
Corrió, lo abrazó y lo llevó junto al cadáver. Y allí abrazó a su hijo muerto y al vivo.
—¡Mijito! ¡Pobrecito!
—Le gritó la lechuza...
El machete viejo, carcomido, manchado a partes de sangre, a partes oxidado, negro, a partes plateado, 

por no sé qué misterio de luz, parecía reírse.
—¡Es malo, malo Leopoldo!

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